Imagen creada con IA por Ramiro Sandoval
La lucha por la justicia y la dignidad es también una lucha espiritual, un combate ético por redimir lo humano como esencia y contra la impunidad
Por: Antonio Marín
Cuando yo era niño, mi padre escuchaba con devoción el sermón de las siete palabras en la radio. Se quedaba quieto, serio, como si alguien estuviera muriendo de verdad en el aire. Años después, de pie en la Plaza de San Pedro, sentí algo parecido durante el último sermón del papa Juan Pablo II. Pero hoy, esa emoción regresa distinta, como un puñal en el pecho: se llama Sara Millerey González y fue asesinada en Medellín por el atroz “delito” de ser quien era.
Su calvario no fue de una tarde. Su viacrucis fue diario. Como el de tantas mujeres trans que duermen y se levantan con el señor miedo, y se maquillan la dignidad en un país que las quiere ver en los caños pestilentes, arrodilladas quebradas o muertas. Como decía José Manuel Freidel en Hay días, Chiqui…“Días donde caminar es un acto de fe”.
I. Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen
El Estado no nos ha educado. Las iglesias se encogen de hombros. Las escuelas dicen tolerancia, pero enseñan miedo. Y quien habla de amor como método efectivo del desarme, termina señalado por los medios. Sara no murió solo por una mano asesina, sino por cada silencio, cada burla, cada mirada que la despojó de humanidad. Este país prefiere cambiar de emisora antes que asumir culpa. Como cuando mi padre apagaba la radio tras el sermón. Como cuando decimos “algo habrá hecho” para no mirar de frente.
II. Hoy estarás conmigo en el paraíso
Pero ¿Cuál paraíso? ¿El de los titulares vacíos? ¿El de los informes que nunca se cumplen? Sara no tenía cielo prometido. Solo un caño. Solo el castigo por existir. Y sin embargo, caminaba. Como caminan todas. Con esperanza prestada, con futuro negado. El paraíso, si existe, es cuando La Chiqui le alcanza un pan a La Susy, cuando se salvan entre ellas sin pedir permiso.
III. Mujer, he ahí a tu hijo
En este país, las madres entierran a sus hijas trans sin saber si las podrán nombrar. Las familias expulsan. Las instituciones miran al techo. Pero ellas crean otras familias: redes que cuidan, que protegen, que se dan calor. El amor que no exige papeles. El que nace de la urgencia, no del deber. Quizás ese era el nuevo mandamiento: cuidarse como se cuidan las olvidadas.
IV. Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Yuri Buenaventura suena en el fondo preguntando:
¿Dónde estarás Dios de todos los hombres?
¿Dónde Estás Dios del obrero, Dios desempleado
Dios del pobre, Dios del triste, Dios mío? ¿Dónde estás?
La pregunta sigue. ¿Dónde estás cuando apuñalan a una mujer por ser trans? El abandono no es silencio: es presencia que no actúa. Es juez que no investiga, medio que tergiversa, sociedad que trivializa. Sara gritó sin voz. Su grito era su andar. Su cuerpo. Su nombre. Y nadie quiso oírla.
V. Tengo sed
Sed tenía. De justicia. De agua limpia. Bebía del caño, humillada hasta el último gesto. Sus asesinos no la odiaban: se odiaban a sí mismos por desearla. No mataron a Sara: intentaron matar su propio deseo. La culpa masculina, el miedo al deseo libre, la virilidad frágil que se protege destruyendo lo que no puede controlar. Mientras tanto, nos distraen con guerras de pronombres para que olvidemos la verdadera lucha: la de la equidad, la de clase, la del respeto.
VI. Todo está consumado
No, no lo está. Pero este país se especializa en cerrar historias con rápido desinterés. Alguien que la conoció me dijo: “ella buscaba problemas”. Tal cual Pedro negando a su maestro antes del amanecer. Nos contamos que hay muertes inevitables. Que hay cuerpos condenados desde el origen. Que hay formas de vivir que provocan su propio fin. Y así lavamos las manos. Así nos desentendemos, con lágrimas cínicas y notas de duelo que vencen en 24 horas.
VII. En tus manos encomiendo mi espíritu
¿A quién se lo entregamos? A las que aún viven. A las que no se rinden. A nosotros, si somos capaces de sostenerlo. Su espíritu no flota: golpea. Exige. Reclama. Nos mira desde el caño, desde la esquina, desde la noche. No pide venganza, pide memoria. Que esta vez no apaguemos la radio. Que no digamos “todo está consumado”. Porque mientras sigan cayendo cuerpos, la pasión no termina y porque no es usando lenguaje incluyente como se reivindica al diferente. Es con hechos concretos. Con leyes que se cumplen. Con calles seguras. Con maestros que enseñan a mirar al otro sin temor.
El respeto no se escribe con “x”. Se escribe con justicia.
A todas ellas, Brigitte, Johana, Taylor, Greta, Luna, Mariana, y donde quiera que estés, a ti, Sara: no mires atrás, déjalos que vivan su propia Sodoma y Gomorra. Que no te conviertan en salada estatua.
Y al doctor Caycedo: teatrero, amigo, hermano, médico y protector de las chicas trans y del barrio Santa Fe.
Con información del Semanario Voz