Durante décadas, y al amparo del estado de sitio, los altos mandos militares ─imbuidos en la doctrina de la seguridad nacional, el enemigo interno y el más rabioso anticomunismo─ fueron incrementando su injerencia en los gobiernos de turno, poniendo en práctica una criminal política de represión y terrorismo oficial contra el pueblo. Esta tendencia se acentuó bajo los gobiernos de Julio César Turbay Ayala y Álvaro Uribe.
Por: Luis Jairo Ramírez H.
El movimiento por los derechos humanos, y en célebres debates de la izquierda en el parlamento, denunció la formación de militares colombianos en técnicas de tortura y asesinatos en la Escuela de las Américas ─agenciada por el Pentágono norteamericano─, el tratamiento militar a la movilización popular, la retoma militar al palacio de justicia que culmina con el asesinato de magistrados y la autoría militar en cientos de ejecuciones extrajudiciales, entre otros muchos casos.
En los inicios del gobierno Petro se removió de sus cargos al menos 70 generales y coroneles del Ejército y de la Policía ─más de la mitad─ acusados de diversos delitos, y a lo largo de los meses otros más han sido retirados, en un ejercicio de depuración. La orden a la fuerza pública ha sido rotunda: cero violaciones a los derechos humanos.
La política militar ha sido definida siempre en función de los intereses del capital. En tal sentido, la discusión sobre si el ministro de Defensa debe ser militar o civil suena bizantina, pues, en ambos casos, sirve igual a la violencia y los intereses de acumulación de las grandes corporaciones. Nuestra lucha, en cambio, es por la depuración y democratización de las fuerzas armadas.
En el reciente pasado, las élites gobernantes respondían a los conflictos sociales con represión militar, todo lo cual culminaba con decenas de heridos y muertos.
Entre las estructuras armadas que más han crecido está el Clan del Golfo, alcanzando un control en 360 municipios. La cúpula militar no ha explicado al país por qué ha ocurrido esto en regiones con fuerte presencia militar; esto solo es posible porque mandos militares continúan al servicio de las mafias.
Una discusión similar se plantea en el caso del Catatumbo, donde toda una población es agredida por una estructura armada que desata un régimen de terror: acusa a todos de paramilitares, asesina firmantes de paz, provoca un destierro de 60 mil personas. El Estado, por su parte, solo aparece en la región después de los hechos. Situaciones análogas ocurre en Arauca, Chocó y el Cauca.
La experiencia ha enseñado que las salidas militaristas al conflicto armado colombiano, vengan de donde vengan, resultan profundamente inconvenientes. Frente a ello, las organizaciones sociales deben fortalecerse, unirse y movilizarse, con el fin de ser protagonistas y determinadoras de procesos de paz territorial. Las diversas violencias que agreden a las comunidades implican aislar las presiones de las estructuras armadas y resistir sus intentos de dominar militar y arbitrariamente los territorios. Apostamos por la paz con autonomía comunitaria.
Con información del Semanario Voz