Foto: Gabriel Ramón (@Cosmecastell)

En Colombia, ser disidente sexual o de género sigue siendo una condena silenciosa. Lo evidencian las cifras, el miedo, el silencio institucional y el olor a impunidad que envuelve los cuerpos asesinados

Por Sherick Barros

En los primeros cuatro meses de 2025, 34 personas LGBTIQ+ han sido asesinadas, según la Corporación Caribe Afirmativo. No murieron: las asesinaron, y no al azar, sino por un sistema. Esta cifra no es solo una alerta roja, es una fotografía dolorosa del fracaso del Estado en garantizar el derecho básico: el de existir para las disidencias sexuales y de género.

Ahora bien, hablar de emergencia humanitaria por prejuicio no es una exageración retórica, es una forma de nombrar un patrón sostenido de violencia que no es coyuntural ni marginal: es estructural. En un país donde los discursos de odio se reciclan constantemente en cada escenario existente de la vida cotidiana, donde ser trans, marica o lesbiana sigue siendo motivo para desaparecer, los protocolos de búsqueda ignoran las identidades autopercibidas y los derechos humanos se convierten en trámites burocráticos, la omisión también mata.

Territorio hostil

Las ciudades, los pueblos, los barrios, el espacio público y privado se vuelven trampa para quienes no encajan en la norma heterosexual, binaria y cisgénero. Cada asesinato es la punta de un iceberg: detrás de él hay despojos cotidianos, burlas sistemáticas, exclusión educativa, negación laboral, abandono estatal. ¿Cómo no hablar de emergencia humanitaria cuando cada identidad diversa se convierte en una trayectoria de riesgo?

Lo que se enfrenta no es solo una sucesión de crímenes, sino una arquitectura del olvido. Según el Colectivo León Zuleta y otras organizaciones territoriales, la mayoría de las muertes recientes permanecen sin respuestas judiciales, sin acompañamiento psicosocial, sin procesos reparatorios y sin políticas preventivas.

A esta violencia física se suman la desaparición forzada, las amenazas, el desplazamiento interno por orientación sexual, la criminalización del trabajo sexual ejercido por mujeres trans y la complicidad del sistema carcelario, el de salud y el educativo.

Política de exterminio por omisión

El Estado colombiano ha firmado tratados, elaborado planes, diseñado documentos CONPES, aprobado políticas públicas LGBTIQ+. Sin embargo, la vida en los territorios sigue marcada por la negligencia, los informes quedan sin implementación.

Asimismo, las recomendaciones de la Comisión de la Verdad, que incluyeron un capítulo específico sobre orientaciones e identidades diversas, siguen sin traducirse en programas reales de reparación ni en presupuestos efectivos.

Los cuerpos asesinados no son cifras sueltas, son evidencia del carácter excluyente de un modelo que niega la ciudadanía plena a quienes no responden a la lógica heteronormada.

Las 34 muertes registradas hasta abril de 2025, de personas como Daniela, Sara o Jonatan, deben ser entendidas como parte de una política estructural de despojo, exclusión y aniquilamiento.

La calle como escenario de disputa

Por tal razón, cada cuerpo que arrebatan es una razón más para salir a las calles y exigir políticas públicas concretas, materializables, que tengan participación en el diseño de ciudad, presencia en los presupuestos y reconocimiento en la memoria oficial del país.

No puede haber paz sin justicia para las personas diversas, ni democracia mientras la vida de algunas personas sigue siendo prescindible. El momento demanda más que duelo: exige acción colectiva.

Los distintos sectores que luchan por erradicar la violencia contra las personas LGBTIQ+ hacen un llamado urgente al gobierno popular que han respaldado: es hora de despertar y avanzar con acciones estratégicas que materialice lo escrito solo por cumplir. Se requiere una respuesta decidida frente a la grave crisis humanitaria que afecta, sobre todo, a las mujeres trans.

Así pues, el llamado es al Gobierno y a la sociedad. La violencia por prejuicio no es un fenómeno externo a la vida cotidiana, se alimenta de chistes homofóbicos, del silencio de las instituciones educativas, de la moral selectiva de las iglesias, del periodismo que estigmatiza, de la complicidad pasiva de quienes prefieren mirar a otro lado. Transformar esta realidad implica disputar el sentido mismo de lo público.

Por ello, se debe hacer del duelo una bandera, de la rabia una consigna y de la memoria un acto de justicia. La vida de las compañeras, compañeres y compañeros no será borrada por los discursos del poder ni por la indiferencia estatal.

Se exigen verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición, también una vida digna, espacios de amor, trabajo, arte, salud, educación y libertad. Porque el derecho a existir no se mendiga: se exige y defiende.

Ante esta emergencia, el Colectivo León Zuleta propone un mayor acompañamiento del Estado y el Gobierno a las regiones desde lo nacional para incentivar el freno de la racha de asesinatos. Hacer visible la política nacional y las regionales de los sectores LGBTIQ+ en Colombia.

Las calles no son solo lugar de protesta; son territorio de organización y las tomaremos porque allí también se hace política. El derecho a existir no se posterga y este también es el momento, se hará, con o sin permiso. Porque no basta con no morir, queremos vivir. Vivir dignamente.

* Con aportes de Nemias Gómez del Colectivo León Zuleta
Con información del Semanario Voz

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