El perrito entrevistado no quiso darnos su nombre real. Se identifica como ‘Pipo’, en homenaje a su buen amigo. Foto Calarcá

En el país hay más de 60 mil canes que viven en las calles. A pesar de la vitalidad del movimiento animalista y de varias iniciativas para proteger a los seres desamparados, el problema persiste. VOZ diálogo con un perro rescatado sobre el abandono de sus amos, la vida junto a un habitante de calle y la oportunidad que encontró en el barrio Policarpa

Arlés Herrera (Calarcá)
@calarcaoficial

Corrían los años cincuenta del siglo XX, el tango de hermosa factura artística era de gran aceptación social en algunas ciudades del país como Medellín, Rionegro, Pereira, Armenia, Manizales y Cali. Éstas tenían cafés de puertas abiertas e iluminadas rocolas a alto volumen, difundían los tangos interpretados por magníficas orquestas como la de Francisco Canaro y cantantes de bellas voces como la de Ignacio Corsini.

Por aquella época causaba furor el tango Cambalache, obra del compositor argentino Enrique Santos Discépolo: “El mundo fue y será una porquería ya lo sé / en el 510 y en el 2000 también”. A las generaciones de aquella época nos parecía que este tango era un formidable retrato realista del mundo en que vivíamos. Sin embargo, para el cantor Facundo Cabral, “quien compuso este tango nunca salió de Buenos Aires».

Desde luego el contenido de Cambalache no es que carezca de razones para tales afirmaciones, pero es equivocada la generalización, porque el mundo tiene dos caras: una, de una minoría de gobernantes corruptos, mafias, fascistas, criminales, psicópatas guerreristas y no pocos descompuestos jerarcas de la iglesia católica y el aberrante neoliberalismo.

La otra cara es la de las mayorías, donde millones de trabajadores y trabajadoras del campo y la ciudad en los más lejanos rincones de la tierra crean riqueza material y espiritual. A manera de ejemplo, entre los múltiples quehaceres encontramos personas de conciencia dedicados a velar por la salud y vida de animales callejeros, la mayoría perros y gatos, creando albergues para aquellos seres abandonados.

 Lo que me comentó un perro

Estoy al frente de un perro callejero. Su mirada denota tristeza. Aquella alegría que suelen expresar los canes cuando se les ofrece un pedazo de pan, a este parece ya no importarle. Le dije, “amigo, quiero que me cuentes cómo ha sido tu vida como habitante de calle. Pero primero cuéntame, ¿Qué sabes de tus orígenes?”.

De manera lenta y grave me habló: “Mi abuelo me contó que los perros éramos descendientes de los lobos, que esto sucedió hace 30 a 40 mil años aproximadamente, pero que en el proceso evolutivo nos cambió el aspecto, a la vez nos convertimos en seres domésticos y amigos de los humanos. Solíamos ayudar a los hombres a la cacería, como también ser guardianes de las cavernas en donde vivían varias familias.

“Pero sucedió algo propio de la evolución. Cuando los humanos se dividieron en clases, también los perros quedaron divididos en clases, los que viven con los pobres y los que viven en lujosas mansiones con los poderosos, los que tienen guardaespaldas como los perros del Fiscal Barbosa, y los que se pasean en lujosos autos y que asomados por las ventanillas nos ladran con desprecio y nos gritan: ‘trabajen, vagos’.

“Nosotros pertenecemos a los nadie, también nos dividieron en razas, como lo hacen los fascistas con los humanos. Existe el perro que está tirado en la calle porque ya es un viejo enfermo. También hay razones de pobreza de los amos, como es mi caso. Esto también sucede con los humanos, anualmente 400 ancianos son abandonados en las calles en Colombia”.

Desplazamiento de los campesinos

 ¿En dónde naciste?
–pregunté. –Nací en una familia campesina boyacense, por cierto, muy pobre –respondió con elocuencia el perro–. Mi madre dio a luz cinco bellos cachorritos, cuatro de mis hermanitos los ahogaron en el río, pues mi amo dijo que no había posibilidad de alimento para tanto perro. Crecí con el cariño de la familia, pero la situación económica se hizo cada vez más grave. Por lo tanto, resolvieron desplazarse a Bogotá a la parte alta de Ciudad Bolívar. Era la época del confinamiento por la pandemia. Mi amo, lo poco que conseguía era vendiendo dulces en una cajita de cartón en los buses. Lo que se ganaba a duras penas alcanzaba para no morir de hambre.

¿Y cómo terminas en la calle?
–La situación era tan penosa que determinaron echarme a la calle para que me la rebuscara como fuera. Fue muy doloroso para mí, mis aullidos eran más de llanto, de pena y de dolor. Desesperado por el hambre y el frío me vi obligado a buscar comida en las bolsas de basura y pelear con otros perros y habitantes de la calle por los desperdicios. Recuerdo que me hacía en cualquier restaurante a la espera de que me tiraran algo para mitigar el hambre.

Una vez el dueño de un restaurante me propinó una brutal patada que me rompió una costilla, pero tuve la suerte que un viejo “cartonero” se compadeció de mí. Me ayudó a sanar y sobreviví. La amistad con aquel viejo, que sus compañeros lo llamaban ‘Pipo’ fue para mí una bendición. Después de largas caminatas recogiendo chatarra él me subía a su carreta.

El viejo atendía a veces su celular y hablaba no se con quién. Veía que sus ojos se inundaban de lágrimas cuando sonaba la bella canción de Horacio Guarany, que dice: “no se mueren las penas por morirse, jamás muere el amor por un olvido”.

La muerte me robó a ‘Pipo’

La conversación continúo al ritmo del can: “Un día cuando desperté noté que mi amigo no se movía, lo lamía para que despertara y descubrí la dolorosa realidad: mi viejo amigo había muerto. Fue un duro golpe, me sentí solo, lloré amargamente, llegaban a mi mente gratos recuerdos de los largos viajes junto a ‘Pipo’. Los domingos en el Transmilenio viajábamos de portal en portal. Recordaba cuando nos dábamos calor en las frías noches de Bogotá. Desesperado seguí vagando sin rumbo, muchas veces agobiado por la sed y el hambre, tomaba agua sucia de los charcos”.

¿Cómo llegaste al barrio Policarpa?
–Me hice amigo de unos perros callejeros, los cuales me invitaron a ir al barrio Policarpa. Me dijeron que allí había un grupo de mujeres animalistas que daban solidaridad a perros y gatos abandonados, ofreciendo albergue, comida, medicina y un trato amoroso. Allí fui y realmente encontré el hogar para vivir tranquilo los últimos años que me quedan de vida.

Peluditos y peluditas por la paz

El albergue se llama ‘Peluditos y peluditas’, hogar para perros y gatos abandonados, fundado en el barrio Policarpa en 2018. Las arquitectas de esta maravillosa iniciativa son Luz Dary Aristizábal, Norma Iquira y Nelly Ardila.

Las compañeras animalistas me invitan a conocer este albergue. Allí correteaban varios gatos, hay un perro ciego, otros están quebrantados por los años. La finalidad de este hogar, me dice Luz Dary, es velar por el bienestar y protección de estos seres que han sufrido la crueldad de sus amos. “Estos animalitos, como todos los seres vivos de la naturaleza sienten dolor, tristeza, incluso sienten la necesidad de sentirse amados como cualquier ser humano”, enfatiza la lideresa Norma Iquira.

La carencia de una cultura de respeto hacia los animales, afirman las compañeras, ha hecho que muchas especies se hallen al borde de la extinción, lo cual le causa una grave afectación a la naturaleza. Hay un hecho que nos duele profundamente, el criminal tráfico de animales, que ocupa el cuarto lugar después de armas, drogas y personas. Este negocio infame con los animales le genera a las mafias anualmente una utilidad de 23 mil millones de dólares en el mundo, según ha dicho Naciones Unidas.

Nelly comenta indignada: “Nos hemos propuesto hacer que se cumplan las leyes que hay en defensa de los animales. Luchar por el respeto hacía los peluditos y peluditas también es luchar por la paz y en defensa de la vida en todas las formas en que ésta se manifiesta. Nos parece aberrante que haya 66 mil perros abandonados en las calles del país”.
Con Información del Semanario Voz

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