El reciente debate entre los juristas Mauricio Gaona y Eduardo Montealegre ha puesto en evidencia dos visiones opuestas del Estado de Derecho en Colombia. Más que una confrontación académica, este refleja tensiones profundas y persistentes en el diseño institucional del país.

Por Jeison Paba Reyes

Fue una discusión que va más allá de lo jurídico y que toca directamente el modelo de nación que se ha venido construyendo —o desfigurando— durante las últimas décadas.

Desde hace más de treinta años, la Constitución de 1991 ha sido celebrada como un avance democrático sin precedentes. Su enfoque de derechos fundamentales, la participación ciudadana y el Estado Social de Derecho marcó una ruptura con el orden centralista y excluyente, que predominó bajo la Constitución de 1886.

Sin embargo, la democracia participativa fue rápidamente relegada frente a la representativa, y el poder institucional terminó concentrado en las altas Cortes, debilitando el equilibrio que debía existir entre las diferentes ramas del poder público.

Vivimos un momento de evidente quiebre institucional. El Gobierno actual, elegido democráticamente con un mandato claro y lejos de representar un proyecto socialista radical, enfrenta resistencias sistemáticas por parte de otras ramas del poder público.

Estas resistencias, aveces camufladas bajo el lenguaje técnico del derecho, terminan consolidando un modelo excluyente y desigual que se resiste al cambio. Lejos de proteger el orden democrático, estas tensiones lo distorsionan.

El debate entre Gaona y Montealegre revela, dos proyectos de país enfrentados. Uno, en lógica del orden constitucional anterior a 1991, privilegia el control institucional por encima de la voluntad ciudadana y entiende el Estado como un aparato de contención.

El otro, inspirado en los principios de la Constitución de 1991, ha intentado —no sin tropiezos— avanzar hacia un modelo más participativo, incluyente y democrático. No obstante, este proyecto ha sido constantemente debilitado por una clase política que ha reformado la Carta Magna según sus intereses.

Se ha producido una expansión excesiva del poder judicial. Las altas Cortes, en particular, han asumido funciones que van mucho más allá del marco constitucional, actuando como verdaderos árbitros metaconstitucionales. Con ello, el sistema de pesos y contrapesos que debería garantizar el equilibrio institucional termina, en muchos casos, siendo una ficción.

Ante esta realidad, cabe preguntarse si Colombia vive realmente bajo una democracia plena o si estamos ante una concentración judicial del poder: una “dictadura de las Cortes”, legitimada por un discurso constitucional que ha sido utilizado para bloquear transformaciones profundas.

En el país de los ciegos, el debate sobre el derecho podría ser el primer paso para abrir los ojos. Pero abrir los ojos implica decidir si queremos seguir reproduciendo un modelo excluyente o construir, de una vez por todas, una verdadera democracia.
Con información del Semanario Voz

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