Había evadido la visita usando los más diversos artilugios, no porque no quisiera ir a la biblioteca pública, sino por el pánico que le tenía al barrio. Era vox populi decir que era una “olla”, un centro de comercialización y consumo de productos psicoactivos, pero también de atracadores y tráfico hasta de órganos humanos. “Los niños me hablan de las escuelas para atracar y evadir la policía”, comentaba Hernando, dibujando una risa socarrona.

Por: Nelson Lombana Silva

Sin ocultar el horror que me producía, lo escuchaba atentamente. Lo decía con convicción y aire de gladiador. Si bien no tenía pasta de mártir, sí tenía capacidad para sobreponerse al miedo, superar la adversidad y desarrollar la misión de acercar el lector al libro.

Su compañera de labores, no dudaba en expresar su miedo. Era para ella una fantasma que se movía libremente por el entorno y la acosaba permanentemente. “Al miedo no le han hecho pantalones”, dijo en cierta oportunidad, mientras informaba a la coordinadora las vicisitudes del lugar.

El barrio era de casas viejas, muchas a la orilla de la corriente hídrica, en una hondonada profunda. El puente de concreto, hierro y bases sólidas, era testigo permanente del paso de vehículos provenientes del pacífico y eje cafetero con destino a la capital de la república y la costa Atlántica. Los menesterosos se sentaban a ver pasar los carruajes abigarrados de mercancías. Algunos a chequear el distraído transeúnte para caerle y quitarle sus pertenencias.

Esa mañana era lluviosa. Una neblina densa impedía mirar más allá de cuatro metros. Había aceptado el reto de asistir a la biblioteca pública, porque no había encontrado una sola evasiva más. La suerte estaba echada. Quise proponer la visita de incógnita, pero me abstuve, era demasiada cobardía.

– ¿A qué hora tenemos que estar? Pregunté
– A las diez, contestó don Hernando, acomodándose el casco.
– ¿Cuántas personas asistirán?
– Entre quince y veinte
– ¿Qué edades oscilan?
– El más joven creo que sesenta y cinco
– Un verdadero ancianato. Ambos rieron.

Subió a la moto. “Estaremos allí”, dije “No pasará nada. Te espero. No me falles”, dijo. Lo vi alejarse. Era acuerpado, canoso, de baja estatura. La lluvia menuda bañaba el centro de la ciudad. El tránsito se congestionaba.

Me tercié el bolso de cuero lampiño y caminé por la diez con dirección al parque Bolívar. En la panadería Dulima, ubicada en un extremo del parque, me senté a organizar la conversación. La joven vendedora al verme entrar, esperó que me sentara, para preguntarme qué quería tomar o comer. Era delgada de tez morena y cabellera azabache. La miré afable, pidiéndole un tinto. “¿Algo más?”, me dijo. “Un pan campesino”, le contesté.

Seguía lloviznando. Era una lluvia menuda y melancólica. Los transeúntes se arremolinaban en la panadería, más a protegerse del chaparrón que a comprar. Era un bullicio descomunal. Un par de hembritas saboreaban pintaditos en la mesa contigua, mientras conversaban animadamente sobre las trapisondas de los amoríos clandestinos.

Ordené la papelería en la pequeña mesa plástica y mientras saboreaba el tinto y el pan campesino, leía los originales con detenimiento. La pertinaz lluvia caía con monotonía. Un perrito mugriento y flaquito ensopado de lluvia entró buscando las migajas. Un viejo déspota lo espantó con escándalo golpeándolo con el pie. Lamentándose abandonó el local caminando por el andén con la cola entre las piernas. Fui cobarde. No dije nada. Miré al decrépito anciano con fastidio. Reuní el mamotreto y metiéndolo en el bolso salí para abordar el carruaje.

El conductor, al volante, embelesado viendo la lluvia, tenía una camisa gris y un pantalón oscuro. Al abordarlo, reaccionó dibujando una leve sonrisa. “¿Para dónde vamos?”, dijo maquinalmente. Suspiré resignado. “Vamos para la biblioteca pública”. Sonrió. “¿Para el hueco?”, preguntó, mirándome por el espejo retrovisor. “Así es”, le contesté acomodando el bolso con el mamotreto de papeles.

El vehículo rodó despacio por las calles y callejuelas deterioradas y húmedas. La llovizna persistía. La carretera estrecha y paralela al río, tenía huecos a granel. El vehículo transitó despacio. Abajo, entre la bruma y la vegetación espesa, chocitas a punto de caer con portezuelas deterioradas. Más abajo el puente metálico pintado de amarillo. Un puente angosto, bastante frecuentado.

Volví a ojear el mamotreto. Detuve la mirada en los títulos y subtítulos, recordando el orden cronológico de la exposición. El carro entró por la parte lateral de la biblioteca por una corta entrada deteriorada. Se detuvo. “Hemos llegado”, dijo el conductor, mirando a su alrededor con desconfianza y bien disimulado nerviosismo. Al fondo un polideportivo y en un extremo el templo católico. La lluvia no menguaba aunque era menuda. La biblioteca es de dos pisos. Antiguamente, era el puesto de policía. La transformación del local había sido diametral y fenomenal. De un sitio oscuro y terrorífico visitado por ladronzuelos y torturadores en nombre de la ley, había pasado a un centro cultural asistido por niños y niñas, esperanzas del mañana, guiados por dos bibliotecarios de vieja data.

Hernando, apareció bajo el marco del portón, sonriente como siempre, me hizo señas para que entrara.

No esperé más. Entré, después de cruzar un pequeño patio interior. “Bienvenido”, me dijo. Caminé por el estrecho zaguán. Edna, estaba al fondo. Deferente me saludó, invitándome a seguir al segundo piso. Subimos la escalera en forma de caracol. Un salón inmenso. Espléndido.

Seis niños leían, mientras conversaban animadamente. Edna, se detuvo para presentarme. Lo hizo con fina efusividad. “¿Dónde vamos a trabajar?”, pregunté. “En el primer piso”, dijo.

Los vidrios estaban empañados de lluvia hirsuta. Sin embargo, se podía apreciar la dinámica de la avenida retorcida. Vehículos de todos los colores y tamaños cruzaban, unos para allá y otros para acá. Volvimos al primer piso. Hernando daba los últimos retoques al recinto, mientras hacía comentarios jocosos. Recorrí el salón alargado con la mirada. Después, me senté en una silla plástica color blanco y esperé el momento para actuar.

La clientela comenzó a llegar. La llovizna no había sido impedimento como yo pensaba. Viejitos y viejitas alegres iban ingresando, saludando, riendo y echando chistes de salón. Me impresionó el estado de ánimo de los longevos, gratamente impresionado me puse en pie y saludé uno a uno de mano. Una señora parapléjica llegó en su silla de ruedas con aspaviento. No salía de mi asombro. Me animé.

Sonriente, Hernando me miró. “¿Cómo la ve, compañero?” “¡Magnífico”, contesté mirando con detenimiento el rostro cansado de los veteranos y veteranas que seguían llegando. “La lluvia no me impide salir”, dijo uno de ellos al ingresar al saloncito.

“Comencemos”, dijo Hernando. Se hizo un relativo silencio. Me presentó como compañero y escritor, utilizando epítetos halagadores, diría exagerados.

El taller lo centré en la vida y la esperanza, destacando el papel fundamental de la experiencia. “Cada uno de ustedes – dije – es una biblioteca ambulante, una verdadera cantera de conocimientos, saberes. Por lo tanto, no vengo a enseñar, vengo a aprender, o quizás a compartir algunos saberes”.

Creo que rápidamente nos sintonizamos. La hora larguita, fue un verdadero intercambio de saberes, una retroalimentación compartida en condición de equidad y con el más amplio concepto de democracia. Ni Edna, ni Hernando, se estaban quietos. Se movían con entusiasmo.

No había terminado la actividad cuando Hernando comenzaba a entregar el refrigerio. La gente lo recibía con gusto y gratitud, sin dejar de hablar. En el balance los asistentes destacaron la importancia y la necesidad de hacer nuevas reuniones de este tipo.

Mirando el panorama, recogí la documentación, viniendo a la memoria, las palabras del laureado escritor chileno, Pablo Neruda. Las repetí mentalmente con fuerza, henchido de emoción por la hermosa experiencia vivida en la biblioteca Guámbitos: “Confieso que he vivido”. Me despedí, entre una verdadera tempestad de agradecimientos, con el firme compromiso de volver. “¿Habrá una nueva oportunidad”, dijo Edna, sonriente, estacionada en la entra principal. “Seguramente sí, porque nuestra labor es infinita”. Crucé la distancia a paso largo y abordando el coche me alejé.

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